Sólo recuerdos felices

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Pasé mi primera infancia al cuidado de mis abuelos maternos. Apenas veía a papá y mamá los fines de semana.

El abuelo Ricardo era mi compañero de correrías, el incitador de maravillosas aventuras dentro de nuestro pequeño y cálido mundo. La abuela Elisa era un ser de luz, una de esas personas que, con su presencia, te hacen sentir bien, en paz con el universo.

Los lunes eran mágicos, me llevaban de vuelta al nido. Los viernes... Ah, los viernes. Después de comer me preparaban un bolsito con la ropa y a esperar. Ya no había ganas de juegos ni bromas ni rompecabezas, ni siquiera ganas de comer un bollo de leche —de esos con un rulito de crema pastelera encima.

Cuando bajaba el sol, y en mi interior ya hacía tiempo que había oscurecido, llegaba papá. Taciturno, desentendido, apenas intercambiaba un saludo de hielo y me hacía un gesto. Yo abrazaba a mis queridos viejitos, ahogaba a besos a la abuela, y en cada beso dejaba la promesa de volver a ella, a sus brazos y al perfume de sus sopas. No había lágrimas, pero llorábamos los tres.

Me tocaba caminar junto a ese extraño que me miraba con reprobación. No decía una palabra en todo el trayecto, y me miraba de reojo. A veces me tendía una mano, que había aprendido a ignorar a fuerza de apretones. Yo pensaba que era mi culpa, que habría hecho algo terrible, imperdonable.

Aquellos fines de semana son una mancha oscura, un borrón en la memoria. Pero hay algo que sí recuerdo con precisión: el ansia, el ruego mudo por que llegara el bendito lunes.

Comentarios

¡Caray! ¡Qué bien

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¡Caray! ¡Qué bien transmitidos están esos sentimientos encontrados!

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Geli