Aquel día no había ido al colegio porque estaba enferma, así que subí con mi madre a la terraza comunitaria del edificio donde vivíamos. Mientras ella tendía la ropa, yo me asomé a la barandilla.

—¿Quiénes son esos hombres, mamá?

—Son presos —dijo mi madre y sacudió en el aire, con energía, la blusa que llevaba entre las manos. Parecía molesta.

—¿Presos?

—Sí, las personas que están en la cárcel —me respondió—. Anda, ve a jugar un rato al rellano de la escalera. Aquí hace mucho calor.

Noté en sus palabras la prisa por que me alejara de allí. Pero yo no me moví.

Daban vueltas en solitario por el patio, bajo un sol despiadado. De vez en cuando, se formaban pequeños grupos que otros hombres uniformados se apresuraban a dispersar. No veía bien las caras pero sí sus movimientos desganados y lentos.

—¿Por qué están ahí? —volví a la carga.

—Porque son malos —añadió, en tono impaciente.

—¿Como papá?

Esa pregunta ya no me la contestó. Mi madre estiró con fuerza y la sábana, que acababa de tender, restalló. 

Los miré de nuevo. No me parecieron peligrosos, mas bien tristes y perdidos. Sonó una sirena y mi madre se colocó a mi lado. Los hombres dejaron de dar vueltas y dirigieron sus pasos hacia la única puerta. Yo los veía colarse por aquel hueco como si fueran ratones. Uno de los últimos presos se giró antes de llegar y miró hacia arriba. Mi madre levantó el brazo y lo ondeó en el aire a modo de saludo. 

Cada vez que regreso al barrio de mi infancia y paso cerca del viejo edificio de la cárcel, recuerdo la cara morena de mi madre y la tristeza de sus ojos; las sábanas que se extendían entre las cuerdas como gigantescas pantallas de cine y aquella historia de hombres malos que, entonces, no acabé de comprender.