Siempre que llegaba del cole, Manolo, el zapatero, me recibía con su sonrisa.
Tenía su humilde taller en el patio del corralón de vecinos donde vivíamos.
Ese maremágnum de puntillas, clavos y colas que ordenaba, a su manera, en las estanterías y que rodeaban el pequeño cobertizo, despertaban mi imaginación maquinando sobre cuántas cosas se podrían hacer con ellos.
Consideraba toda una ciencia el arte de arreglar zapatos, tan pura, tan sofisticada, tan precisa que, estimaba, no existía nada más importante sino la...
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Continúo las correcciones sugeridas...
Cogí su mano,.... ...