Rings of Magic: Book 1 (Capítulo 8)

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Rings of Magic: Book 1 - Portada

Los sábados y los domingos no había clases y, por lo tanto, los alumnos que vivían en Itsmoor podían pasar, si lo deseaban, ambos días en su casa, el resto de la semana, la convivencia en la torre era obligatoria para todo aspirante a mago. Bylo, Julius y Alana, a pesar de vivir allí, preferían quedarse la mayoría de los fines de semana en la torre, pues era lo suficientemente acogedora como para no echar excesivamente en falta su hogar. Además, las nubes, anunciando lo inevitable, cubrían el cielo cual rebaño cubre un verde pasto. Sí, sin lugar a dudas, no tardarían en descargar su líquido contenido.

 

    Eran las diez menos veinticinco cuando, después de un copioso desayuno, el grupo de amigos bajó al patio. Era el momento convenido por Bylo y Julius para escaparse y hacer aquella excursión furtiva. Cada uno había pensado una excusa para escabullirse sin que Alana y Gerald sospechasen nada.

 

    –Bueno chicos –Bylo fue el primero en poner su plan en marcha–, es muy grata la compañía, pero hoy me pasaré un rato por casa a ver a mi padre. Hace un par de semanas que no voy a visitarle y no quisiera que me tachara de mal hijo. Esta noche nos vemos, ¿vale? –concluyó con premura.

 

    –Vale –dijo Alana–. Pero dale recuerdos de mi parte, ¿de acuerdo?, que yo también hace mucho que no le veo.

 

    –Por supuesto, Alana –dijo Bylo–, lo haré.

 

    –Sí, y le das las gracias por las manzanas que nos dio la última vez –añadió Julius pasándose la lengua por los labios–. ¡Estaban deliciosas!

 

    –De acuerdo, Bylo, esta noche nos vemos –dijo Gerald sin añadir nada más.

 

    –Muy bien, pues me voy –dijo Bylo–. ¡Hasta luego, chicos! –y se encaminó hacia la puerta con paso firme.

 

    El resto del grupo continuó andando por el patio hasta llegar al banco en el que solían sentarse en los descansos entre clase y clase.

 

    –Bueno –dijo Julius una vez que sus amigos se hubieron sentado en el banco–, pues yo también siento tener que dejaros. Quisiera darle un buen baño a Pommet, que huele que apesta... ¡y ya sabéis lo mucho que le gusta el agua! –dijo sarcásticamente.

 

    –¡Vaya, otro que nos deja! –refunfuñó Alana– ¡Ni que os hubiérais puesto de acuerdo!

 

    –Ya ves –dijo Julius encogiéndose de hombros–. Lo que son las casualidades, ¿eh?

 

    –Pues, nada, que te sea leve –dijo Gerald sabedor de lo que era dar un baño (o al menos intentarlo) a una mascota–. Yo, siempre que tengo que bañar a Darwin, acabo de los nervios.

 

    –¡Jeje!, dímelo a mí... ¡Mi próxima mascota será un pez! –alegó Julius riendo–. Bueno, me voy al asunto, a ver si logro terminar antes de la hora de comer... ¡o de cenar! –y se despidió con el brazo mientras se dirigía hacia el ascensor.

 

    –¡Vaya par! –se quejó Alana– ¡Seguro que han quedado para hacer alguna de las suyas y no quieren que nos enteremos!

 

     –Bueno, a mí me da igual –dijo Gerald con resignación–. Así podré meterme en la biblioteca de la torre y echarle un vistazo a los libros en busca de criaturas de Ringworld, que mañana toca ese tema y voy algo atrasado. Si quieres, puedes venir conmigo –dijo, tras una pequeña pausa.

 

    –¡Vale! –aceptó la chica tras pensarlo durante no más de un par de segundos–. De todas formas, no tengo otra cosa que hacer –y ambos, levantándose del banco, se pusieron en marcha.

 

 

* * *

 

 

Bylo salió por el portón oeste que daba acceso al sector dos; cruzó la calle y se metió en un callejón. Varios montones de bolsas de basura, cajas apiladas y botellas adornaban los sucios adoquines del suelo. Semejante cantidad de desperdicios sólo podían proceder de El Mago Errante, pues la puerta de la cocina y la del almacén daban a él. Allí, la basura a veces se pegaba varias semanas hasta que el señor Pricet, dueño de la taberna, enviaba a alguien a recogerla.

 

    –¡Puaj, qué peste! –pensó Bylo en voz alta mientras se cubría la nariz y la boca con la mano–. ¡Sólo a Julius se le ocurriría quedar en un sitio así! –se quejó.

 

    De pronto, un carro se detuvo a la entrada del callejón. En él iban dos hombres. El primero de ellos se bajó y fue a abrir la puerta trasera del carro mientras el otro lo aseguraba para que el famélico caballo que tiraba de él no pudiera moverlo. Todo parecía indicar que venían a recoger la basura para tirarla al vertedero que había a las afueras de la ciudad.

 

    –¡Hey, chico! –dijo el hombre de burdo aspecto que había bajado la puerta– ¿Qué haces aquí? –preguntó sorprendido al ver a un chaval de la edad de Bylo en un lugar como aquel.

 

    –Nada, señor –contestó Bylo–. Estoy esperando a un amigo.

 

    –¡Pues has ido a escoger el sitio más exquisito de la ciudad! –rió sarcásticamente enseñando su amarillenta dentadura a la que faltaban varias piezas. El otro hombre se le unió.

 

    Bylo, avergonzado, se fue hasta la entrada del callejón. Allí podía respirar aire limpio, aunque no podía evitar escuchar las carcajadas y comentarios de los dos trabajadores.

 

    –¡Hola, Bylo! –dijo repentinamente una penetrante voz.

 

    Bylo, volviéndose, pudo comprobar lo que se temía. Se trataba de Kashia Baulen.

 

    Kashia estaba en segundo curso de iniciación y, desde hacía poco más de un año, acosaba a Bylo. Dos coletas pendían de su pelirroja cabellera, la cual contrastaba a la perfección con su redonda cara llena de pecas.

 

    –Ah, hola, Kashia –respondió Bylo intentando ocultar su descontento por aquel inoportuno encuentro.

 

    –Ya no te veo ningún día –le reprochó con su aguda voz–. ¿O es que te escondes de mí?

 

    –Kashia –comenzó a decir Bylo intentando acabar aquella incómoda conversación cuanto antes–, ya no voy a iniciación. Lo más lógico es que ya no coincidamos ni en los pasillos.

 

    –¡Ya! ¡Excusas para dejarme de lado! –dijo malhumorada–. Fíjate, ahora nos hemos encontrado y no eres capaz ni de invitarme a dar un paseo por la ciudad.

 

    –No, no... no es eso –dijo Bylo cambiando de tono y actitud para no acrecentar el enfadado de la chica–. Lo que pasa es que estoy esperando a un amigo para... para ir al río a pescar –alegó diciendo lo primero que se le ocurrió.

 

    –Ves, otra vez me estás poniendo excusas –volvió a decir con su penetrante voz–. Yo no veo tu caña de pescar por ningún lado.

 

    –¡Que no, que es verdad! –dijo Bylo– Lo que pasa es que yo no tengo caña de pescar y mi amigo traerá dos –mintió, rezando para que Julius no se presentara en ese preciso momento.

 

    –¿Ah, sí? Bueno, da igual –dijo la pecosa chica poniendo los brazos en jarra–. ¿Y cómo pensáis llegar al río?

 

    –Pues... ¿Cómo? –dijo Bylo sorprendido– ¿Qué quieres decir con eso?

 

    –¡No me digas que no te has enterado! –gritó incrédula– ¡No me lo puedo creer!

 

    –¡¿E-el qué?! –preguntó Bylo cada vez más intrigado.

 

    –Ahora me irás a decir que no sabes que no se puede salir de la ciudad, ¿verdad? –dijo Kashia siguiendo sin creer que Bylo estaba siendo sincero con ella.

 

    –¿¡¡Quéee!!? –gritó Bylo echándose las manos a la cabeza– ¡No! ¡No puede ser! ¡Pero yo necesito salir de la ciudad!

 

    –Pues los peces tendrán que esperar para otro día –dijo Kashia con sorna–. Hay guardias en todas las entradas a Itsmoor, y no dejan salir  prácticamente a nadie. ¡Y ya veo que no quieres pasear conmigo! Así que te dejo, que tengo cosas más importantes que hacer –concluyó malhumorada. Y, sin decir nada más, siguió su camino.

 

 

* * *

 

 

Julius subió con toda la celeridad que pudo hasta su habitación. Tenía que recoger la mochila que había preparado para la excursión. En ella había metido algo de comida y material que, llegado el caso, pudieran necesitar, como cuerdas, un pequeño botiquín o un par de picos, entre otras cosas.

 

    Una vez la hubo cogido, regresó al ascensor con la intención de reunirse con su amigo en el lugar pactado. Pero desde donde se encontraba pudo ver que Alana y Gerald estaban hablando con dos chicos justamente en la puerta de entrada de la torre.

 

    –¡Cáscaras! –gritó mentalmente–. Ahora tendré que buscar otro sitio por donde salir sin que me vean Gerald y Alana –pensó.

 

    Así que, sin dudarlo, fue hacia las escaleras, bajándolas sin perder de vista a sus amigos. Cuando llegó abajo, miró hacia todos los lados en busca de una salida alternativa. Y encontró una.

Raudo, se dirigió hacia el comedor. Lo atravesó y entró por la puerta que había al fondo, que era la de la cocina. También la atravesó entre las asombradas miradas del personal y salió por una puerta destinada a entrar mercancías, y se plantó en los jardines traseros de la torre.

 

    –¡Te pillé, chaval! –le sobresaltó una voz.

 

    Julius se volvió con rapidez y pudo ver al dueño de aquella voz. Era Carl, el cual empujaba una carretilla llena de tierra.

 

    –¡Carl! –dijo Julius recuperándose del repentino sobresalto– ¡Casi me matas del susto!

 

    –¡Uy, uy, uy! –dijo el fornido hombrecillo– Si te he cogido por sorpresa, eso quiere decir que estás tramando algo. Y si tú estás tramando algo, seguro que Bylo también está en el ajo.

 

    –Em... No... Tan sólo he salido a dar un paseo –mintió Julius.

 

    –Ya veo, ya –dijo Carl–. Y qué mejor manera de salir de la torre que por la puerta trasera de la cocina, ¿verdad? –añadió sarcásticamente.

 

    –Vale, vale, me has pillado –confesó Julius–. Te lo contaré. Pero que conste que lo hago por si hiciera falta saber donde encontrarnos, ¿eh?

 

    –¿Qué os tengo dicho respecto a meteros en líos? –le regañó el semi-enano– Es que nunca vais a escarmentar, ¿o qué?

 

    –No, no, Carl, te estás equivocando –respondió Julius un tanto indignado–. Verás, resulta que Bylo está teniendo últimamente unos sueños muy raros sobre la Monte de los Dioses y quiere ir a ver si descubre algo acerca de ellos –declaró sin nombrar al Oráculo.

 

    –Ya –dijo Carl escéptico–. Y por eso te escabulles por la cocina, ¿no?

 

    –Sí... No... Bueno... –dijo nervioso atorándose en cada palabra–. Es que no queremos que Alana y Gerald se enteren por si luego resulta ser una tontería.

 

    –¡Pues no os comprendo! –refunfuñó Carl apoyando la carretilla en el suelo–. Se supone que sois amigos, y la confianza es una cualidad que un amigo que se precie nunca debe perder.

 

    –Sí, ya... –masculló el alto muchacho– pero, Bylo y yo pensamos que...

 

    –Bueno, bueno –le interrumpió Carl levantando y agitando sus callosas manos–. Vosotros sabréis lo que hacéis. Pero te diré una cosa: si no confias en tus amigos, con los que convives día a día, ¿en quién vas a hacerlo? No, no me respondas –añadió al ver que Julius abría la boca para decir algo–, únicamente piénsalo y saca tus conclusiones.

 

    –Gracias por el consejo, Carl –dijo Julius intentando dar fin a la conversación–, eres uno de los mejores amigos que se puedan tener.

 

    –Bueno, bueno,  dejemos los sentimentalismos para otra ocasión, ¿vale? –dijo Carl– Y, ¡ale! voy a seguir con lo mío, que aún me queda mucha faena por hacer –dijo Carl volviendo a coger el carretillo–, y no creo que se vaya a hacer sola. ¡Nos vemos! ¡Ah! Y suerte con vuestra... excursión.

 

    –¡Caray con Carl! –soltó Julius tras unos segundos de reflexión. Y siguió su camino.

 

    Echó a correr hasta la esquina de la torre y se asomó por si estaban Gerald y Alana, pero no los vio. Volvió a correr, esta vez hasta los arbustos que, impasivos, decoraban las murallas que bordeaban la inmensa torre y, agazapado entre ellos y sin dejar de vigilar la puerta de entrada a la torre, llegó hasta el portón de salida del primer anillo y cruzó la calle hasta donde se encontraba Bylo.

 

    –¡Jo, tío, ya era hora! –se quejó Bylo– ¿Cómo es que te ha costado tanto?

 

    Los trabajadores salían de cuando en cuando del callejón cargados de basura. Al pasar junto a los chicos, no podían reprimir una risa ahogada. Uno de ellos, entre quejas, sacó una pala del carro y, entre maldiciones y palabras malsonantes, regresó al interior del callejón.

 

    –He tenido algún que otro problemilla –respondió Julius percatándose del detalle de los trabajadores–. Y para colmo, ¡Carl me ha echado un sermón de padre y muy señor mío!

 

    –¿No le habrás contado nada, verdad? –preguntó Bylo.

 

    –Bueno, yo... –balbuceó Julius.

 

    – ¡No me lo puedo creer! –tronó Bylo–. Se supone que esto íbamos a mantenerlo en secreto. ¡Y vas y se lo cuentas a Carl!

 

    –¡Bueno, bueno! Tampoco es tan grave –se defendió el alto muchacho–. Además, si tenemos algún percance, Carl sabe donde estamos.

 

    –De acuerdo –dijo Bylo conforme–. Pero espero que no se vaya de la lengua antes de que regresemos.

 

    –No creo que lo haga –alegó Julius secándose con la manga el sudor de su frente–, tenía mucho trabajo por hacer.

 

    –Pues yo tengo malas noticias –anunció Bylo, consiguiendo que a su amigo se le pusieran los ojos como platos–. Me han dicho que hay guardias en todas las entradas de la ciudad y que no dejan salir a prácticamente nadie.

 

    –¡Pues vaya faena! –se quejó Julius mientras cruzaba los brazos– ¿Y ahora qué hacemos?

 

    –Tranquilo, socio –dijo Bylo con optimismo–, a grandes males, grandes remedios. Como no impiden el paso a todo el mundo, nos acercamos hasta las puertas de la ciudad y echamos un vistazo a ver a quién dejan pasar –dijo dando una palmada en la espalda a su amigo–. Y luego actuamos según sea conveniente. ¿Vale?

 

    –De acuerdo –aceptó Julius–, intentémoslo.

 

 

* * *

 

 

Alana y Gerald se despidieron de los compañeros de clase de éste último (los cuales, se habían acercado a preguntarle por su salud) y se dirigieron hacia el ascensor. Como apenas había gente, en un par de minutos llegaron a la tercera planta, lugar donde, aparte de las clases, estaba ubicada la biblioteca.

 

    Unos metros antes de llegar a la puerta de la biblioteca se cruzaron con Turo, el matón que antaño hiciera la vida imposible a Gerald. Al pasar junto a él, la pierna del infame chico hizo que Gerald fuese a parar de bruces contra el suelo.

 

    –¡Mira por donde vas, empollón! –gritó Turo mofándose del pobre chico– ¿O es que tus cuatro ojos no son suficientes?

 

    Gerald, indignado y avergonzado, se levantó con ayuda de Alana y, en un arrebato de furia, se plantó delante del fornido chico, mirándole fijamente.

 

    –¿Qué miras, gafotas? –dijo con desprecio– ¿Es que todavía quieres más? Y, cogiéndole las gafas de un zarpazo, se las tiró al suelo.

 

    Gerald se giró y se agachó a recogerlas, momento que aprovechó Turo para propinarle una patada en el trasero que hizo que Gerald volviese a morder el polvo.

 

    –¡Por qué no le dejas en paz y te metes con los de tu tamaño, bruto! –gritó Alana saliendo en defensa de su amigo.

 

    –Mira lo que tenemos aquí, si el cerebrito tiene una guapa amiga –dijo el bravucón muchacho–. ¡Y, además, valiente!

 

    –¡Déjala en paz, no la toques! –dijo desafiante Gerald mientras se ponía las gafas.

 

    –Y, sino, ¿qué pasará? –dijo acercándose a la chica y acariciando su cara.

 

    –¡He dicho que no la toques! –gritó Gerald, y esta vez salió de su boca una voz cavernosa.

 

    –¿Por qué no dejas a este pringao y te vienes de paseo conmigo, guapa? –dijo Turo a Alana haciendo caso omiso a las amenazas del rubio muchacho.

 

    De repente, Gerald se plantó junto a ellos y, cogiéndo del cuello al matón, lo lanzó por los aires como si fuese una hoja de papel.

 

    El forzudo chico, sorprendido por la reacción de Gerald, se quedó unos instantes en el suelo. Seguidamente, se levantó enfurecido y fue directo hacia Gerald con ambos puños dispuestos a impactarlos en su cara.

En cuanto se hubo acercado a menos de un metro, Gerald gritó con una voz de ultratumba.

 

    –¡Fuera de mi vista, carneee!

 

    El grito produjo tal onda expansiva que volvió a lanzar al corpulento Turo por los aires.

 

    –Gerald, por favor... –le rogó Alana.

 

    Pero Gerald no hizo caso. Seguía con la mirada fija en su adversario.

 

    Turo, tras recuperarse del duro impacto, se volvió a levantar y, esta vez, dispuesto a usar su anillo. Pero no lo hizo. No se atrevió. Los ojos de Gerald, inyectados en sangre, reflejaban una furia y un odio indescriptibles. No, no era buena idea enfrentarse a tal enemigo. Y Turo corrió por el pasillo como alma que lleva el Diablo.

 

    Gerald se desplomó.

 

 

* * *

 

 

Eran las diez y veinte cuando Bylo y Julius llegaron a la plaza situada en las inmediaciones de las puertas de Itsmoor. De lunes a sábado solía estar presidida por el mercado, pero los domingos estaba invadida por niños correteando y jugando.

 

    La salida de la ciudad estaba custodiada por un grupo de soldados armados, dos de los cuales estaban registrando un carromato repleto de sacos de harina, sin lugar a dudas provenientes del viejo molino situado a las afueras, junto al río Hammerind.

 

    Se sentaron en la fuente, junto a un grupo de niños que estaban jugando con espadas de madera. Se quedaron en silencio un par de minutos, pensando y mirando a todos lados esperando que se les ocurriera algo para poder acceder al exterior.

 

    –¿Y si nos acercamos y les pedimos que nos dejen pasar? –dijo Julius rompiendo el silencio.

 

    –¡Sí, claro! ¡Y seguro que nos dejan! –contestó Bylo.

 

    –Por probar no perdemos nada –dijo Julius mientras se bajaba de la fuente de un salto y echaba a andar hacia los guardias. Bylo le siguió.

 

    –Buenos días –saludó Julius con educación a uno de los guardias desocupados.

 

    –¿Qué queréis, chicos? –fue la respuesta del guardia.

 

    –¿Podemos pasar, por favor? –dijo Julius, de nuevo, educadamente.

 

    –¿Es que no habéis leído el cartel, o qué? –exclamó el rudo guardia señalando un cartel que había colgado de la pared–. ¡Nadie puede entrar ni salir de Itsmoor si no es por una razón justificada o con un permiso del mismísimo rector!

 

    –Es que queremos ir al circo –mintió Bylo.

 

    –¿¡Cuantas veces voy a tener que repetirlo!? –gritó enfadado y de manera grosera el guardia– ¡Leed el puñetero cartel! ¡Lo pone en él!

 

    –Gra-gracias –dijo Bylo. Y ambos amigos se pusieron a leer el dichoso cartel.

 

    –Mira, para ir al circo hay que esperar a que vengan y pongan aquí el puesto de venta de entradas –dijo Julius–. Lo malo es que la siguiente función empieza a las cinco.

 

    –¡Lo ves, ya te lo avisé! –le recriminó Bylo a su amigo–. Te dije que no había forma de salir. Kashia me contó que no dejan salir a nadie así, por las buenas –contestó Bylo.

 

    –¿Kashia? ¿Has estado con Kashia "la rarita"? –se mofó Julius.

 

    –No te rías, no tiene gracia –le recriminó Bylo–. Yo no tengo la culpa de que vaya detrás de mí. Por lo menos, me dio información útil.

 

    –Sí, de primera mano –dijo Julius sin poder contener la risa–. Me gustaría haber visto tu cara cuando te la encontraste.

 

    –La culpa es tuya –le volvió a recriminar Bylo–. ¡A quién se le ocurre quedar en un apestoso callejón! No se podía ni respirar.

 

    –Bueno, bueno –atajó el alto muchacho–, tengamos la fiesta en paz. Si no encontramos pronto la manera de cruzar esas puertas, ya podemos ir despidiéndonos de la excursión por hoy.

 

    –Mira, ya han dejado pasar al carromato que reparte la harina en los obradores –informó Bylo.

 

    –Y lo han registrado de arriba a abajo. –dijo Julius.

 

    –¡Y eso que sólo llevaba harina! –añadió Bylo.

 

    –Sí, porque si hubiese llevado tocinos, no se habrían ni acercado –respondió Julius mientras se taponaba la nariz con dos dedos.

 

    –¡Eso es! –exclamó Bylo de repente– ¡Eres un genio, Julius!

 

    –¿Quién, yo? –dijo sorprendido el espigado muchacho– ¿Por qué?

 

    –¡Me acabas de dar una idea! –exclamó Bylo triunfal– ¡Corre, vamos antes de que lleguen a las puertas! Quizá sea nuestra oportunidad de salir –ordenó.

 

    –¿Antes de que llegue quién? –preguntó Julius todavía perplejo– No entiendo nada –añadió mientras corría detrás de su amigo.

 

    Corrieron hasta llegar al carro que transportaba la harina, el cual, comenzando su reparto, estaba llegando a la primera de las panaderías de la ciudad.

 

    –¡Marcus! –gritó Bylo al conductor del carro– ¡Hey, Marcus! –volvió a repetir.

 

    –¡Ah, hola, Bylo! –dijo el hombre del carro mientras tiraba de las riendas para que su caballo redujese la marcha.

 

    Marcus era un hombre robusto que se había criado en el campo. Era el dueño del molino y abastecía de harina a las panaderías de Itsmoor y a las de los pueblos vecinos. Bylo lo conocía porque su padre le vendía una importante parte de su cosecha de trigo.

 

    –Marcus, ¿no llevarás un par de sacos vacíos por casualidad? –preguntó Bylo.

 

    -¡Claro! Mira a ver ahí detrás –contestó el hombre señalando la parte trasera del carro–, tendrás de varios tamaños. Coge cuantos quieras.

 

    –Gracias, pero sólo necesito dos grandes –respondió Bylo–, tan grandes como mi amigo.

 

    Bylo se subió al carro y buscó, entre el montón de sacos, dos muy grandes.

 

    –Muchas gracias, Marcus –dijo Bylo al molinero una vez se hubo bajado del carro con ambos sacos bajo el brazo.

 

    –De nada, chaval –contestó éste.

 

    –¡Hasta luego, Marcus! –gritó Bylo mientras él y Julius corrían hacia la entrada al segundo sector.

 

    Llegaron a la entrada del callejón donde habían quedado hacia un rato. Los dos trabajadores aún seguían cargando el carro con basura.

 

    –¿Pero me vas a contar de una vez qué tramas, o qué? –preguntó Julius a su amigo.

 

    –Ese carro es nuestro billete de salida –respondió Bylo señalando el carro de basura–. Cuando esos dos rufianes entren a recoger más basura, nos subimos al carro y nos metemos dentro de los sacos.

 

    –¿Ese es tu plan? –dijo Julius frunciendo el ceño– ¿Meternos entre toda esa porquería?

 

    –Sí –contestó Bylo–. A no ser que tú tengas otro mejor, claro.

 

    –De acuerdo –dijo el esbelto muchacho tras pensarlo unos segundos–. Pero vamos a darnos prisa porque no parece que les quede mucha más basura por sacar.

 

    No tuvieron que esperar mucho hasta que ambos trabajadores coincidiesen en entrar a la vez para recoger los últimos restos de basura.

Y, tal y como había planeado Bylo, se subieron rápidamente al carro y se metieron en los sacos justo en la parte contraria de donde estaban cargando los dos hombres.

 

    –Bueno, esto es lo último –dijo uno de los basureros–. A ver si la próxima vez el viejo no deja pasar tanto tiempo en la recogida, que el pobre caballo cada día está más arguellado y con menos fuerzas.

 

    El otro hombre rió y cerró la puerta lateral del carro. Sacó de su bolsillo una bolsita con tabaco y se lió un cigarro. Tras encendérselo y darle una larga calada, lo apretó entre sus dientes y se montó en el carro junto a su compañero.

Pasados unos minutos, el carro llegó a las puertas de la ciudad.

 

    –¡Alto! –gritó uno de los soldados levantando su mano– ¿Qué lleváis ahí? –preguntó.

 

    –Sólo llevamos basura, jefe –dijo uno de los basureros.

 

    –Sí –secundó su compañero–. Basura del Mago Errante lista para su revisión, mi general –dijo sarcásticamente.

 

    –Por cierto, cuando os subáis a revolverla –dijo el primer trabajador–, no os molestéis en mirar si hay alguna botella a medio terminar. Ya hemos dado buena cuenta de ellas –y, acto seguido, soltó un sonoro eructo.

 

    –Es verdad, jefe –volvió secundarle su compañero–. Aunque había alguna que tenía un gustillo un poco raro –dijo mientras sonreía mostrando sus negros y amarillentos dientes.

 

    –¡Ah! –exclamó el otro basurero– Pues esa será en la que oriné. Y ambos trabajadores rompieron en carcajadas.

 

    –¡Largo de aquí, patanes! –gritó el soldado con cara de asco. E hizo una señal a uno de los guardias para que les dejara el paso libre.

 

    El carro arrancó y atravesó la puerta con Bylo y Julius dentro de sus sacos, conteniendo las ganas de vomitar.

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