—He vencido —dijo el Héroe, y clavó la espada en la arena—. He matado al último de mis enemigos.

Se deshizo del redondo escudo, del casco empenachado, luego tomó asiento sobre una piedra.

Rugieron los cielos y descendió un Mensajero de pies alados.

—Héroe —dijo—, has ganado batallas sin doblegarte, has ofrecido sacrificios, has orado con fervor. Eres grato a los ojos de los dioses, y han decidido recompensarte.

El Héroe inclinó la cabeza.

—¿Y en qué consiste la recompensa?

—Un deseo —dijo el Mensajero—. Los dioses, magnánimos, te concederán un deseo, el que quieras.

—Un deseo...

—Sólo uno. Elije con sabiduría.

¿Qué podría solicitar? ¿Fortuna? Acababa de ganar el reino más rico del mundo. ¿Placeres? En sus harenes convivían incontables esposas y concubinas de hermosos cuerpos. ¿Gloria? Su fama llegaba hasta más allá del orbe, hasta los propios dioses, que le enviaban este presente. "Pero ante el tiempo —caviló el Héroe— todo se convertirá en un polvo más fino que esta arena que ahora piso".

Entonces supo lo que pediría.

—La inmortalidad —dijo el Héroe—. Quiero ser inmortal.

—¡Ese atributo no te corresponde! —advirtió el Mensajero—. Pertenece a las deidades, no quieras igualarte a ellas.

—¿Faltarán, entonces, a su palabra?

—No —dijo el Mensajero. Y el Héroe encontró pesadumbre en su voz—. Los dioses cumplen sus promesas... a veces en demasía.

—Entonces está decidido. La inmortalidad.

—¡Sea!

El Mensajero creció hasta tornarse más alto que las montañas, su cuerpo se volvió de bruma y se esfumó en una brisa helada.

Los dioses concedieron la inmortalidad al Héroe. Pero, furiosos por su osadía, también lo llenaron de olvido.

Desde entonces vaga por la tierra, no recuerda quién es, qué ha hecho y, por supuesto, ignora que no morirá jamás.