El lugar era propicio, luces tenues, rosas, música suave… no tenía escapatoria, ese hombre estaba decidido a poseerme y, para qué mentir, yo anhelaba que lo hiciera. Desde que entré a la habitación no me quitó la mirada, iba desde mis ojos hasta la punta de mis pies y, no sé si a propósito, mordía su labio inferior como tratando de decir «te deseo ahora mismo». La ropa no tardó en tocar el suelo, yo estaba completamente a su merced y dispuesta a saciar el deseo que guardaban nuestros cuerpos. Besos profundos, caricias ansiosas. Poco a poco me pierdo en una vorágine de sensaciones, mientras sus dedos recorren zonas que me enloquecen. Él se deleita viendo cómo arde mi cuerpo al ser recorrido por sus manos. Me rindo a él mientras clava su mirada lasciva en mis ojos y acrecienta mi lujuria. De golpe y sin esperarlo, entra en mí. No puedo más que emitir un fuerte gemido y cerrar los ojos para disfrutarlo. Primero suave y poco a poco perdemos el control, no tiene piedad de mí y aumenta su ritmo cada vez más. Siento cómo mi cuerpo se va perdiendo en el placer, me abandono a la sensación y volamos al unísono. Mi conciencia vuelve, él me observa complacido y después de un beso ambos caemos en un profundo sueño.