Abnegación

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Género: 

  • Cuento

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Como todos los años, el doctor Gallimard accedió a concurrir al refrigerio que ofrecían las Damas de Ferrat.

Era un grupo de señoras bastante inofensivo, que solía reunirse a tomar el té, a comentar las atrocidades de la guerra y a enterarse de las últimas noticias sobre los vecinos del pueblo.

El doctor, retirado, viudo y elegante, era una lámpara incandescente en medio de aquellas polillas dispuestas a festejarle cualquier comentario.

En mi calidad de reemplazante del apreciado médico, yo también había recibido invitación a cenar. Una invitación un tanto desilusionada, todo hay que decirlo, cuando se enteraron de que yo era hombre casado.

Después de los saludos obligados nadie volvió a prestarme atención, así que me situé a la izquierda y un poco detrás de Gallimard, quien no paraba de hilvanar sucesos y anécdotas, que eran aplaudidas con una alegría y un asombro un poco exagerados.

—Para ser médico rural —dijo la señora Neira apreciando la figura gallarda del buen doctor—, es necesario contar con una gran abnegación. ¿No cree usted?

—Oh —dijo Gallimard con esa voz que había transmitido seguridad y consuelo a cinco generaciones de enfermos—, mi querida señora, usted trata de adularme.

La señora Neira creyó conveniente enrojecer antes de contestar.

—De ninguna manera, Doctor. —A mí me sonó así: “Doctor” con mayúsculas—. Apenas puntualizaba una virtud tan necesaria como los propios conocimientos de medicina.

El doctor retorció una de las guías de su bigote, tan blanco que pasaba por transparente, y bajó los ojos. Me acerqué de manera involuntaria, Gallimard parecía a punto de referir una de sus historias. Nunca me atreví a preguntar cuántas eran ciertas, so pena de expulsión del pueblo o, por lo menos, ser declarado persona non grata por la comunidad.

Gallimard carraspeó y, a su alrededor se formó una especie de bloque de silencio donde las risas y comentarios de los otros asistentes llegaban asordinados, lejanos.

—Hace muchos años. —El doctor me tendió su copa vacía, y yo me apuré a reemplazarla por otra pescada al vuelo—. Hace muchos años, decía, cuando todas ustedes serían apenas unas niñas...

Aquí se produjo un cloqueo general que obligó al doctor a carraspear otra vez.

—Había nevado todo el día —continuó, ya restablecido el orden—. Ustedes habrán padecido esos nevazos manchegos, capaces de tapar una valla de un metro de altura en cuestión de horas.

«Era tarde, y mi esposa, que en paz descanse, se había retirado a su dormitorio. Yo me quedé un rato despierto para fumar una pipa junto al fuego cuando golpearon a la puerta. Toc, toc, toc.

La onomatopeya me pareció innecesaria. Pero, Gallimard había levantado los nudillos como si fuera él quién llamara a su propia puerta. A juzgar por las expresiones del auditorio femenino, el visitante nocturno bien podía ser un espectro o el monstruo del lago Ness. La señora Jiménez se llevó un puño a los labios, pintados en forma de corazón y de un rojo hiriente.

—Se trataba de mi viejo amigo el párroco —dijo Gallimard. Hubo un suspiro generalizado de alivio—. Venía a avisarme que en la granja de Sanz el hijo pequeño se encontraba muy mal. ¿Cómo está de mal?, pregunté. El sacerdote se encogió de hombros, recuerdo, y meneó la cabeza.

«Con tiempo, apenas, de avisarle a mi esposa que no me esperara despierta, cogí mi maletín y salimos a la noche y al frío. La nevada, de momento, había cesado, pero se advertía el cielo cargado, y la luna oculta daba reflejos grises a las nubes. A nuestro alrededor, todo era una calma expectante, como si la naturaleza se hubiera tomado un respiro para contemplar su obra. Mi amigo llevaba una lámpara de querosén con una llamita corta que amarilleaba el camino. Avanzábamos con mucha lentitud, enterrándonos en la nieve hasta las rodillas. Al llegar al linde de mi propiedad, descubrí una mula atada a una encina. «Monte usted, doctor. Me dijo el cura. Ya procuraré, yo, llegar hasta la granja»

—Eso es abnegación —acotó la señora Neira con un toque de embeleso en los ojos entrecerrados.

—Ejemmm... —El doctor Gallimard le lanzó una mirada desaprobatoria y retomó la palabra—. Tardé casi una hora en llegar hasta la granja de Sanz. Sólo la luz temblorosa de una vela brillaba en la ventana. La granjera me franqueó la entrada y me señaló un catre por todo saludo. Allí, cubierta por edredones, tiritaba una criatura. Un muchachito escuálido, de ojos turbios y pelo estropajoso. Lo examiné de inmediato. Con pesar, advertí que no había nada que hacer, la fiebre había ganado la partida.

«Luego me fijé en la madre. Delgada y seca, parecía hecha de varillas apenas cubiertas por la piel. Se frotaba las manos enrojecidas esperando una palabra mía.

«¿Por qué no me avisaron antes?, dije. Creo que no pude ocultar algo de reproche en mi voz.

«No podía dejar solos a los otros tres. Dijo la granjera, y señaló hacia una abertura mal cubierta con una arpillera.

«¿Y el padre? ¿No podía el padre del chico ir en mi busca?

«No tienen padre. Ha muerto... Tartamudeó la mujer, y agregó en un susurro, los ojos clavados en el suelo de tierra:  No ha muerto, se ha ido con otra.

«No supe qué responder. Pero, en ese momento llegó el cura, tiritando, con los dedos azules y agarrotados, a dar la extremaunción al pequeño. Retrocedí hasta una esquina de la vivienda y guardé silencio. Desde mi posición veía los estremecimientos en la espalda de la madre, la cabeza gacha. Cuando mi amigo el párroco ya terminaba, noté un cambio brusco en la postura de la mujer: se irguió muy derecha, los brazos a los lados. Giró hacia mí, y pude ver en su cara un brillo de determinación que me asustó.

«Gracias a los dos, dijo. Ahora, por favor, váyanse.

«Nos ofrecimos a acompañarla en las que serían horas muy duras. Pero, ella insistió, empujándonos con firme blandura hasta la puerta. No nos quedó más remedio que salir.

El doctor Gallimard hizo una pausa y apuró el contenido de su copa. Se la quité de la mano y le ofrecí la mía, intacta.

Las señoras que le hacían corro parecían no respirar.

—Como iba diciendo —dijo Gallimard luego de paladear otro sorbo—, ya nos encontrábamos en el exterior de la casa, cuando la granjera nos suplicó que volviéramos al día siguiente. Accedimos con pesar, intuyendo lo que nos encontraríamos.

«Cedí la mula al cura, que debía recorrer más distancia, y caminé a su lado, sujetándome al estribo para no caer, hasta que nos separamos. En todo el trayecto no cambiamos palabra, cada uno ensimismado en sus pensamientos. Hasta la mula, sorteando la nieve, avanzaba cabizbaja.

«Contrariando mi pedido, mi mujer me esperaba con las zapatillas de fieltro y una taza de té bien caliente, que bebí frente a la chimenea, absorto en la fantasmagoría de las llamas y en el crepitar de los leños.

«La mañana me encontró desvelado, dando vueltas en la cama, y pensando si no habría sido un error acceder al deseo de la granjera. A medida que los muebles del dormitorio se volvían nítidos y, tras la palidez mortecina de la aurora, los objetos recuperaban sus colores, la idea de la locura se asentó en mi cabeza. ¿Y si la mujer hubiera decidido acabar con todo?

«Me vestí deprisa y bajé a mi consulta. Al mirar por la ventana advertí que nevaba otra vez, aunque el viento había amainado. Copos gruesos caían en un vaivén hipnótico, mudo. Tuve un sobresalto al vislumbrar una figura negra y muy alta que se aproximaba a mi casa. Cuando descubrí que se trataba del párroco, encapuchado y a lomos de la pobre mula, suspiré de alivio. Pero, al abrirle la puerta, todavía me temblaban las manos.

«Después de un desayuno triste partimos hacia la granja. El trayecto fue más difícil que la noche anterior. Nuestras huellas habían desaparecido, tragadas por la nieve, y nos costaba orientarnos en medio de tanta blancura.

«Llegamos ateridos, cerca de mediodía. Un silencio opaco rodeaba la casa, y hasta el hilo de humo que ascendía de la chimenea nos pareció ominoso. El párroco se persignó apenas descabalgar. Caminamos lado a lado hasta la entrada. Oí que el cura murmuraba en latín. Llamamos y empujamos la puerta antes de que nadie respondiera. El cura se puso la estola y abrió un librito de oraciones, yo me acerqué al lecho del enfermo dispuesto a certificar su deceso.

Gallimard guardó silencio durante unos segundos y se pasó una mano por la frente.

—No sé si debo continuar —dijo en voz baja—, ante damas tan impresionables.

—Por favor —gimió la señora Neira—, no se le ocurra interrumpirse justo ahora.

El doctor asintió con expresión pesarosa.

—Al descorrer los edredones descubrí que el niño dormía. Se despertó al contacto de mis dedos helados, pero enseguida se giró hacia la pared para seguir durmiendo. No había, en él, rastro de fiebre; sí, una gran delgadez y un estado de agotamiento muy pronunciado.

«El párroco estaba tan sorprendido como yo. Se persignó, bendijo al pequeñuelo y elevó una corta plegaria. Entonces, a nuestras espaldas, una voz clamó: “Confiéseme, padre, porque he pecado”. Era una voz inhumana, como el chirrido de metales herrumbrados al rozarse. Nos volvimos. En la misma esquina en la que yo había estado de pie unas horas antes, se acurrucaba una anciana. Me costó reconocer en ella a la granjera. El pelo castaño se había vuelto de un gris sucio. Las manos, que sujetaban las rodillas, se veían descarnadas, resecas. Los ojos, como velados por una membrana lechosa que opacaba el iris.

«Mi buen amigo se hincó junto a aquel despojo, y me hizo un gesto. Tomé al pequeño en brazos y fui a refugiarme en la otra habitación, con el resto de los niños. Al poco rato, el sacerdote, desencajado y pálido, se asomó pidiéndome que lo acompañara. La granjera ya respiraba en estertores. Horas después, moría...

El doctor Gallimard bajó la cabeza y calló.

—Pero —dijo la señora Neira—, ¿qué fue lo que sucedió allí?

—Conjeturo que mi primer diagnóstico fue equivocado: el niño no estaba tan grave como supuse en ese momento. La madre creyó lo mismo, no pudo soportarlo y sufrió un shock que acabó con su vida.

—¿Y su opinión como hombre que ha vivido y ha visto muchas cosas? —dije, hablando por primera vez.

Gallimard puso una mano sobre mi hombro, hinchó los carrillos y resopló.

—Usted hará carrera, mi joven amigo —dijo, y dirigiéndose a las damas—: Yo creo que la madre esperó a la muerte y se enfrentó a ella. Al igual que los médicos, podemos sortearla, pero no vencerla. Ignoro cómo habrá sido aquel encuentro. Pero, la mujer consiguió desviar el designio fatal, atraerlo sobre ella. En otras palabras, le dio la vida a su hijo por segunda vez.

—¡Qué historia extraordinaria! —dijo la señora Fernández—. Ya ni recuerdo cómo llegamos a ella.

—Abnegación, mi estimada señora —puntualizó Gallimard—. Hablábamos de abnegación.

Comentarios

El cuento dentro del cuento.

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El cuento dentro del cuento. Buena ambientación. Me llama la atención el juego del doble narrador:Gallimard que narra su historia y el médico que lo substituye que cuenta al lector la historia completa. Voy al taller.

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Geli

Es un cuento "anidado":

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Es un cuento "anidado": alguien narra lo que cuenta otro narrador. Truco muy miliunanochesco.

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¿Qué tipo de narrador o

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¿Qué tipo de narrador o narradores serían?

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Geli

Es un narrador testigo y un

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Es un narrador testigo y un narrador en primera persona.

Podría haber usado un narrador omnisciente en lugar del testigo, pero tenía ganas de agregar acotaciones más personales. Además, no hubiera podido decir que "...Gallimard parecía a punto de referir una de sus historias. Nunca me atreví a preguntar cuántas eran ciertas..." O sea, el testigo duda de la veracidad del otro personaje, cosa que hubiera tenido que descartar con un omnisciente.

Saludos

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Me ha gustado ese juego de

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Me ha gustado ese juego de los dos narradores. Es como si el narrador testigo fuera cómplice del lector ¿verdad?

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Geli

El narrador testigo "le

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El narrador testigo "le cuenta" la historia al lector, le hace guiños que el narrador omnisciente no puede permitirse.

Alguna vez comenté un cuento de Bioy Casares "El calamar opta por su tinta", donde el narrador es el maestro de una escuela rural. Sucede un hecho extraordinario y, para enterarse, el maestro envía al tonto del pueblo para que recabe datos. O sea que sus apreciaciones pasan antes por el filtro del tonto, que aporta datos confusos, y el narrador debe armar en su cabeza qué es lo que de verdad está pasando.

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Pues es una idea magnífica

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Pues es una idea magnífica sacarle partido a ese tipo de narrador. Me lo leeré.

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Geli

Un cuento espectacular.

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Un cuento espectacular.

Muy bien llevado, Óscar. ¡Engancha!

¡Queremos más!

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Miguel

Es un relato redondo. Me

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Es un relato redondo. Me apunto el uso de ese narrador testigo. Me ha recordado al Dr. Watson. Un recurso que da cercanía con el lector. El desarrollo es muy bueno pero el final fantástico es mejor todavía. De hecho a mitad del relato elucubraba con que el padre del niño fuera el párroco. Pero así queda infinitamente mejor. Como una historia de terror al calor de una hoguera. Me apunto también como en todo momento tenemos situados a los personajes en el relato. Muy bueno en cuanto historia y técnica narrativa.

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DavidRubio

Gracias por tu opinión, David

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Gracias por tu opinión, David.

Es cierto lo que comentas, el narrador testigo por excelencia es el doctor Watson. Fíjate, justo en ese ejemplo, que quien se transforma aventura a aventura es él; Holmes permanece siempre igual, como un antecesor de los superhéroes del comic.

Tenía —y tengo— idea de componer más relatos del mismo tenor con narraciones del doctor Gallimard. En el texto que subí, dejé abiertas algunas puertas y ventanas para que el lector se metiera por ellas, de ahí que se dan dos explicaciones sobre el suceso: una racional y otra fantástica.

Saludos

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