Varela y el presunto asesino

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En la estación de trenes todo era ajetreo y confusión. Los viajeros, agitando los pasajes, se apresuraban por el andén en busca del vagón correspondiente. Un pequeño ejército de mozos de cordel maniobraba con sus carretillas pintadas de gris, atiborradas de baúles, maletas y bolsos de todas las estirpes posibles. Algunos niños correteaban entre las piernas de los adultos, llamándose a gritos. Un matrimonio mayor, ella con vestido floreado y sombrerito con tapafeas, y él con un abrigo oscuro, caminaban del brazo, muy parsimoniosos. Un marinero besaba a su chica al pie de la escalerilla, ella levantaba el tacón como si no pudiera resistir la intensidad de aquel beso. Se oían gritos, llamados, nombres pronunciados con alguna urgencia. Había pañuelos agitados y manos en alto que saludaban hacia las ventanillas.

Un individuo muy alto y delgado se asomó por la puerta de lo que parecía ser un trastero o un pequeño depósito. Llevaba una chaqueta gris un tanto maltratada y un pantalón a juego. Los rasgos delicados de su cara contrastaban con las mejillas sin rasurar. En sus ojos se advertía un brillo febril, de agotamiento. Con largos pasos se encaminó hacia el primero de los vagones, el que iba pegado a la máquina, en el extremo más alejado del andén. Cruzó entre los otros posibles viajeros sin prestarles más atención que la necesaria para no chocar con ellos.

Un hombre bajo, casi calvo por completo y con gafas de montura negra, se despedía de otro, de constitución maciza y manos enormes. El de las gafas palmeaba al grandullón y parecía susurrarle algo. El otro asentía con gravedad.

El individuo delgado pasó a su lado sin notarlos, la vista fija en el primer vagón, los labios convertidos en una línea lívida bajo el bigote oscuro.

Sonó una campana y un silbato, anunciando la próxima partida del convoy.

Se multiplicaron los saludos, las recomendaciones y los encargos. El marinero se despegó de la muchacha, sonrió y volvió a besarla. El matrimonio mayor se instaló en la sección de primera clase. Los niños, a instancias de sus padres, abandonaron sus correteos y se dispusieron a abordar el tren.

Los revisores, uniformados de azul, los botones relucientes como pequeños soles de latón, ayudaban a subir a las señoras y señalaban las ubicaciones a quienes exhibían sus billetes.

El hombre delgado llegó hasta la escalerilla del primer vagón. Parecía un nadador exhausto que alcanza, justo antes de sucumbir, la orilla salvadora. Sujetó el pasamanos de bronce, en el mismo momento, alguien lo retuvo por el brazo.

Era el calvo de gafas. Había apoyado la mano izquierda en el brazo del hombre, y mantenía la derecha en el bolsillo. En su cara redonda había una sonrisa bonachona.

—Usted no abordará este tren —dijo.

El hombre delgado suspiró. ¿Resignación, alivio?

—Es necesario que suba —dijo con voz cansada—. Por favor...

—¿A dónde piensa ir?

—A... A cualquier parte... Luego me entregaré.

—¿Todo en orden, inspector?

El hombre macizo debía de haber cruzado por dentro de los vagones hasta aquel acceso, y con su humanidad cerraba el paso. En una de sus manazas tintineó un par de esposas.

—Aquí, nuestro amigo —contestó el inspector—, insiste en hacer una excursión.

—Sólo hasta la primera estación, luego... Luego estaré a su disposición.

—Son cuarenta minutos —inquirió el inspector—, ¿para qué quiere retrasar su detención en tan poco tiempo?

—No pido más —dijo el hombre delgado—. Después de eso confesaré el asesinato, todo... Soy el único culpable.

—¿Lo has oído, Viviani? —el inspector parecía más apenado que alegre—. Va a confesarlo todo... Si dejamos que transcurran cuarenta minutos. ¿Cuántos aviones despegan en ese tiempo?

Viviani se rascó la mandíbula cuadrada.

—¿No fue lo mismo que nos contó la mujer en el aeropuerto? ¿Que iba a confesarlo todo?

—¿Qué mujer? —se sobresaltó el detenido—. ¿Cómo? ¡Es una trampa! Ella no...

—La detuvimos hace media hora —dijo el inspector—. Ella también dijo ser la única culpable.

El hombre pareció derrumbarse sobre sí mismo, como si se le hubieran licuado los huesos.

Viviani sacó un pequeño radiotransmisor del bolsillo.

—Operativo terminado, muchachos. Ya nos hacemos cargo de Rodríguez con el inspector Varela.

Varios hombres que fumaban o leían periódicos en rincones discretos de la estación se dirigieron hacia la salida sin mirarse entre ellos.

Varela hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza, Viviani guardó las esposas y bajó del tren.

—Olivares los chantajeaba —dijo el inspector hablando para sí—. Hasta que la situación se hizo insoportable.

—Usted no sabe bien hasta qué punto—asintió Rodríguez ―. No se trataba sólo de dinero, él quería que ella… que se rebajara a…

—Deberíamos leerle sus derechos —terció Viviani.

—En un momento —dijo Varela, y se apoyó en el hombro del presunto asesino—. Vamos.

—Sí, vamos. Todo está perdido.

—¿Perdido? ¿Sabe a qué cargos se enfrentará?

—Asesinato...

El inspector Varela recuperó su sonrisa.

—¡Hombre! Tanto como eso...

—Pero, ¡yo lo vi caer!

—Hay un detalle —dijo Varela—. Una nada, que no creo interese al abogado defensor.

—¿De qué habla?

—Verá. Olivares, como buen chantajista, era un cobarde, un miserable. Pero, además, sufría de una grave insuficiencia cardiaca.

—¿Y con eso?

—Cuando alguien, usted o su mujer (apuesto a que lo hizo ella) —especuló Varela—, lo encañonó, Olivares sufrió un infarto masivo.

—Entonces...

—Que le dispararon a un muerto.

—¿No le da vergüenza? —terció Viviani que los seguía un paso por detrás—. Cargarse un finado. ¡Es lo último!

—Pero... Pero... —tartamudeó Rodríguez―. Le apunté y apreté el gatillo.

―Quiso amedrentarlo, y al ver que Olivares se derrumbaba se le escapó un tiro.

—Un abogado listo —dijo Varela—. Un abogado listo diría que el cargo máximo sería el de profanación de un cadáver o algo así, un tecnicismo.

Al llegar al Volkswagen negro, el inspector Varela hizo subir al detenido. Antes de cerrar la portezuela, metió la cabeza hasta que policía y arrestado quedaron cara a cara. Las gafas bailotearon en la punta de la nariz cuando Varela murmuró:

—Un abogado listo... No diga que yo se lo comenté, pero un abogado listo...

Desde el interior de la estación les llegó el largo silbato del tren, que partía.

Comentarios

Un cuento bastante añejo.

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Un cuento bastante añejo. Acabo de darle algunos toquecitos, a ver qué les parece.

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Así, a bote pronto, me parece

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Así, a bote pronto, me parece... ¡brillante!

La descripción del ambiente del andén, genial. Con algún tópico, supongo que forzado, pero genial.

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Miguel

Gracias por el comentario,

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Gracias por el comentario, Miguel.

En la escena del andén traté de crear una sensación de multitud. Hay tópicos, sí, quizá todo el párrafo lo sea. La historia nació de un rejunte de otros textos (todos ajenos). En literatura, uno puede robar con descaro y llamarlo intertextualidad.  Vale, no me apropié de las palabras, pero, una idea aquí, otra allá y un poco de ¿qué pasaría si...? Mmm...

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¡Qué grande ese Valera!, un

Imagen de DavidRubio

¡Qué grande ese Valera!, un Harry el sucio pero un poco más sutil. Eso sí me quedo con las ganas de saber que hizo esa pareja. Ah!, no tenía ni idea de qué era el tapafeas. Tus relatos siempre enseñan cosas. Un abrazo. En el taller te dejo alguna sugerencia que me ha venido leyendo el relato.

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DavidRubio

Un relato impregnado de

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Un relato impregnado de ternura con el proceder de Varela y la actitud y la reacción de Rodríguez.

No me gusta el título. Demasiado descriptivo, obvio.

Mis observaciones en el taller.

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Geli

Ya saben que los títulos se

Imagen de Oscar

Ya saben que los títulos se me dan fatal. Además, Varela y Viviani son viejos conocidos míos. Siempre que intento algo de corte policial se me aparecen esos dos. Acepto, y agradezco sugerencias.

Otrosí, digo: para detectives consultemos al Samo. Ha creado a Guerra, un personaje especialísimo y entrañable.

¡Samo, manifiéstate!

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