¿Dónde está Dr. White?

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Doctor White, ¿cuándo va a volver para limpiar la baba de la comisura de mis labios? ¡Maldito cabrón!, cada vez me duelen más los bocados de las pirañas y no abre la puerta del sótano para traerme un sedante. La cámara frigorífica está apagada y no sé desde cuándo. ¡Hijo de puta cobarde y mentiroso, necesito que compruebe la instalación eléctrica!. Trato de tranquilizarme. Puede que las seis en punto que marca el reloj de la pared sean de lo noche y el doctor esté durmiendo. A ese reloj solía flanquearlo un crucifijo. Ya no está. Los monitos con los que convivo están durmiendo en sus jaulas. No oigo a Tarzán. Sólo el espasmódico movimiento del brazo derecho de Chita. Pero eso no significa que esté despierta claro. Doctor, la mesa de operaciones continúa esperando su vuelta. Dr. White. ¡¿A qué espera para volver?!

Son las seis y cinco minutos. Por favor, no piense que soy un desagradecido. Comprendo por todo lo que ha tenido que pasar. Fuí yo quien le buscó. Sólo le pido que baje a comprobar la instalación eléctrica y cumpla de una maldita vez con su parte del trato. ¡Ahora que por fin lo ha logrado! ¿No es a eso a lo que ha dedicado su vida? Cumpla con su compromiso firmado aquel día en el que doné una cuantiosa cantidad al Metrohealth Medical Center para que le permitieran seguir con sus investigaciones. Ese día se encontraba en su despacho del centro médico. Recuerdo, como si fuera ayer, verle empaquetar sus libros y su instrumental. Sobre su mesa sólo quedaba un marco con la foto de una mujer. Su mujer. ¿La echa de menos doctor?, ¿Es por eso, doctor? Lo habían despedido por la conmoción y el espanto que había provocado la demostración pública de sus investigaciones. Ante la prensa y la comunidad médica más influyente había conseguido trasplantar la cabeza de un pequeño mono al cuerpo de otro. Y en él, la cabeza, había permanecido con vida y consciente durante dos días. Los periódicos le bautizaron como el nuevo “Doctor Frankenstein” o “Doctor Muerte”. Yo le llamé mi salvador, amigo mío. A mí me importaba bien poco que las asociaciones de defensa de los derechos de los animales le acusaran de sádico o diablo.

— ¿Dr. White? —pregunté desde la puerta de su despacho.

—¿Quién pregunta por él? —inquirió sin dejar de trajinar con sus cajas y su material— Si es de la prensa, por favor, ¡Márchese! Y si no es de la prensa… ¡Márchese!

—Sólo soy un cheque de muchos ceros que va a permitir que continúe con sus investigaciones en este Centro —respondí mientras cerraba la puerta tras de mí.

Mi ocurrencia consiguió captar su atención ante lo que iba a proponerle. Era más joven de lo que imaginaba. Le calculé que, como yo, tendría cuarenta y tantos años. Su aspecto cumplía bastante bien con la imagen estereotipada de un científico excéntrico y genial. Tenía una frondosa y desmadejada cabellera negra que culminaba en un rostro aguileño. Por lo demás no era más alto ni más corpulento que cualquiera. Me llamó la atención un crucifijo que sobresalía de una de las cajas.

—Veo que es creyente —expuse señalando el crucifijo—. Me sorprende para ser un médico al que han caricaturizado como diablo.

— ¡Necios! —exclamó—. Inquisidores de la peor especie…e ignorantes —siguió— ¿Acaso sus cortas miras no ven lo que estoy a punto de conseguir? ¿Es que no ven que es la solución para las tetraplejias, la esclerosis o la distrofia muscular?

—O, incluso, la inmortalidad —añadí.

—Sí, la inmortalidad, pero eso ya no corresponde nada más que a nuestro Señor —repuso.

— ¿Y hasta dónde está dispuesto a llegar para que sus investigaciones lleguen a buen fin? —le demandé.

—El límite lo marca Dios —me replicó—. El hombre es la joya más preciada de la creación, y su cerebro es el lugar donde reside su alma ¿No debemos utilizar nuestra inteligencia para conseguir su bienestar y supervivencia? —continuó— ¿Derechos de los animales?, ¿de los monos?, ¡Bah!... ¿Cuándo un mono ha construido una catedral?

Sí doctor, lo recuerdo todo de las más de dos horas que duró nuestro primer encuentro. Todavía me emociona el entusiasmo con el que me hablaba, la pasión de sus palabras. ¿Dónde fueron después?

—Dr. White, tras el trasplante de cabeza imagino que seguiremos siendo la misma persona —le pregunté para dirigir la conversación a mi oferta.

—En realidad yo lo veo como un trasplante de cuerpo. Mire, si le amputo un brazo ¿usted dejaría de ser usted?. No. Si además pierde una pierna o las dos,… usted seguirá siendo la persona que es porque lo que somos se encuentra aquí —Se tocó la sien con su dedo índice—. Mientras tengamos consciencia seremos humanos.

— En realidad detrás de este talón hay algo más que un interés por la ciencia —Tomé aire—. Me han diagnosticado un cáncer de próstata y se está extendiendo sin cura posible —suspiré—. Doctor necesito un cuerpo nuevo, necesito seguir vivo, le necesito a usted.

—Caramba —repuso— todavía me falta mucho para conseguir trasplantar con éxito un cuerpo.

—Doctor —respondí mientras sacaba el talonario—, aquí hay un número muy largo con el que espero consiga avanzar considerablemente.

—Sin duda sería una gran ayuda, amigo mío pero…—resopló al coger el talón.

—No me diga más, confío en usted —Y me despedí aferrándole fuertemente la mano—Mi vida está en sus manos, no me defraudará.

¿Tanto hace de aquello? El reloj marca las seis y media. Dr. White, se lo suplico, tengo miedo. No quiero morir. Temo que esta oscuridad sea el único testigo de mi existencia. Vuelva como solía hacerlo. Dándome ánimos. Prometiéndome que pronto volvería a poner pie fuera de este sótano. Siento a las pirañas desgarrando mis intestinos. Me duele mucho ¿Acaso me ha abandonado a mi suerte? De fondo oigo el incesante zumbido de la batería que mantiene en funcionamiento el aparato al que estoy conectado, una máquina de perfusión sanguínea. La primera vez que escuché ese nombre fue el día en el que le pedí que iniciara el tratamiento. Lo encontré en la sala que el centro médico había habilitado, con el dinero que doné, para sus experimentos. Estaba pasando un dedo por delante de la cabeza de un mono que estaba conectada a una de esas máquinas. El primate lo seguía con sus ojos e, incluso, trató de morderlo.

—Dr. White ha llegado el momento —le espeté sin decir tan siquiera buenos días.

Por la expresión de su cara deduje que los resultados de sus investigaciones todavía estaban lejos de ser óptimos. Todavía no había conseguido que ningún mono pudiera controlar su cuerpo tras el trasplante de cabeza. La conexión de las neuronas cerebrales con la médula ósea todavía era un problema lejos de resolver. Afortunadamente sí había conseguido perfeccionar la máquina de perfusión sanguínea para mantener con vida, en espera de un cuerpo, a una cabeza humana. Conectada a ella, el cerebro recibiría el oxígeno mediante la sangre almacenada en un depósito que, a través de otro pequeño artilugio, la renovaba mediante una diálisis continua.

—No me importa esperar conectado a esa máquina. Yo puedo esperar pero mi cuerpo no. El cáncer se ha extendido al hígado, intestino y pulmones. Si no lo hacemos ya, moriré —le confié.

—Bien —asintió el doctor—. Ambos sabíamos que tarde o temprano llegaría este momento, le garantizo que la máquina mantendrá su cabeza, a usted, con vida y mantendrá la consciencia de sí mismo pero…he de advertirle que desconozco el dolor que podrá sentir tras la decapitación.

— ¿A qué se refiere? —repliqué.

— ¿Ha oído hablar del Síndrome del miembro fantasma? —explicó—. Al perder una extremidad se produce una percepción muy dolorosa en el cerebro. No puedo imaginar cómo será con la pérdida del cuerpo entero.

—No me importa —repuse—. La riqueza que he alcanzado la he conseguido por mi resistencia al dolor propio…y también al ajeno.

Y extendí otro sustancioso cheque para que habilitara un quirófano en el sótano de su casa. Era evidente que la operación nunca se hubiera podido realizar, aún con mi consentimiento, en un hospital. Una semana más tarde mi dinero había conseguido convencer a un equipo de médicos para ayudarle con la intervención.

El día de la operación usted estaba esperándome, con su inmaculada bata blanca, en la entrada de su casa. En el comedor se encontraba su mujer. Me miró de una forma severa. Miento. Me miró con asco. Usted, camino del sótano, paso su brazo por encima de mi hombro, y me dijo:

—Es Marie, mi mujer, ya he hablado con ella, no nos molestará ¿Está de verdad convencido de lo que vamos a hacer?

Le respondí que sí.

Me tumbé por mi propio pie en la camilla. Sus últimas palabras, antes de que la anestesia me hiciera efecto, fueron “No se preocupe, todo va a salir bien”.

Cuando recuperé la consciencia usted se encontraba sentado, a mi lado. Traté de mover mis inexistentes brazos y piernas. El dolor fue insoportable. Sentí por primera vez los bocados de las pirañas comiendo cada gramo de carne de mi cuerpo. Pirañas devorando mi cuerpo despellejado en un baño de sal. Usted me consoló. Me explicó que, en la sangre, había vertido un sedante. Si quería podía aumentar la dosis. Traté de implorarle que sí. Pero no pude. No tenía pulmones de los que extraer aire para poder hablar.

—Ese zumbido que está escuchando es el de la batería a la que está conectada la máquina de perfusión, es molesto pero así evitamos el peligro de que haya un corte en el suministro de la luz —dijo levantándose de la silla—. Ahora duerma, volveré mañana,

Son las 7:15 horas. Oigo los gemidos procedentes de la jaula de Chita. Parece que se ha despertado. Junto a Tarzán, son los únicos supervivientes de los incontables monitos que han sido traídos a este sótano. Chita fue el primer trasplante de cabeza que realizó en mi presencia. Le recuerdo entrando en el sótano con el pequeño mono, mientras me dirigía una sonrisa compasiva. Tras anestesiarlo cogió su bisturí. Conforme llevaba a cabo la cirugía me fue comentando cada uno de los pasos que iba a realizar. De vez en cuando me lanzaba miradas de satisfacción que parecían indicar que todo iba bien. Cuando lo hubo decapitado, me estremecí al ver como conectaba la cabeza a una máquina de perfusión sanguínea, como la mía. A continuación extrajo, de la cámara frigorífica, un cuerpo sin cabeza y lo colocó en un barreño de agua caliente para que se descongelara. Por último introdujo el cuerpo decapitado de Chita en la cámara, para utilizarlo en la siguiente operación. Cuando por fin Chita despertó, empezó a mover torpemente su brazo. Entonces se me acercó a saltos, entre carcajadas de júbilo.

— ¡Lo ve!, ¡lo ve! —Jaleó dando besos al pequeño mono— ¡Pronto!, ¡Muy pronto!,… ¡Marie!, ¡Marie!, ¡Casi lo he conseguido! —Gritó mientras corría por las escaleras al encuentro con su mujer.

Pero pasados los días Chita no adquirió más movilidad que ese compulsivo braceo y la confinó en aquella jaula.

Son las siete y media. En realidad la culpa es mía. ¿No es mejor morir dignamente qué vivir encerrado en este sótano? Doctor no puedo reprocharle nada. Usted ha estado siempre a mi lado. Yo le obligué, con mi dinero, a aceptar realizar la decapitación. Para usted su investigación era lo más importante y yo le chantajeé con la única posibilidad de continuar llevándola a cabo. No puedo reprocharle ni tan siquiera que llegara a evitar mi mirada. Sí doctor, ¿cree que no me di cuenta?. Tras innumerables fracasos, llegó un momento en el que comenzó a realizar las intervenciones de espaldas a mí. También esperaba a que me durmiera para limpiarme y para ajustar la máquina de perfusión. Dejó de mirarme. Dejó de hablarme. Dejó de despedirse. Dejó de animarme. No lo culpo por ello. Merezco todo el asco que pueda causarle. Merezco morir.

Son las siete y cuarenta y cinco minutos. No puedo morir. No quiero morir. Y no lo haré encerrado en este sótano con esos asquerosos monos. Saldré de ésta como he salido de tantas en mi vida. El Dr. White recapacitará y volverá pronto con el cuerpo que me ha prometido. No, prometido no. Comprometido. En el mundo en el que vivía quien no cumplía con sus obligaciones recibía el oportuno castigo. No quiero eso para usted. Pronto volveré a andar, a triunfar, y a follarme a todas esas putas que están esperando a que me las folle. Vamos doctor, ya no vive su mujer aquí. Por lo menos eso deduzco desde que hace algún tiempo que no oigo los gritos y discusiones procedentes de la casa. Ya nada le puede apartar de sus investigaciones. Luche como lo hago yo y pronto podremos salir a emborracharnos. Luche por vocación, por compasión o por rabia, me da igual, pero luche por mí. ¿Como cree que conseguí hablar?. Con ira. Ella fue la que atrapó cada molécula de aire acumulada bajo mi laringe para gritarle un día cuando, tras una de sus intervenciones, volvía a marcharse sin despedirse:

—¡Doc…tor…White!, ¿dón….desstáa…mi cuer…po?!

Me preocupa el tiempo que llevo aquí. Me preocupa no saber cuánto tiempo ha pasado desde que mi cabeza se encuentra conectada a esta máquina. Los sedantes y la falta de la luz del día han conseguido desorientarme. Un año, ¿dos? Recuerdo cierta ocasión en la que se me acercó creyendo que estaba durmiendo. Cuando noté su aliento abrí los ojos y me sorprendió su avejentado rostro. Sus ojos ya no transmitían brillantez si no cansancio. Donde antes había una frondosa melena, ahora había otra más liviana y encanecida.

Son las 8:00 horas. Doctor White no va a volver, ¿verdad? Me ha abandonado a mi suerte. Le importa un pimiento si la cámara frigorífica se ha apagado por un corte en el suministro de la luz. Le gustaría que estuviera muerto ¿no es así? Entonces lo único que tendría que hacer es cogerme y meterme en una pequeña bolsa de basura. Así se acabaría todo sencillamente. Ahora comprendo que la última vez que lo vi en realidad fue una despedida. Una despedida justo cuando por fin lo consiguió. Tarzán ya se ha despertado y, como siempre, provoca que la jaula donde vive se tambaleé con sus saltos. Él ha sido el último trasplante. Él ha sido por fin el éxito. No llegué a presenciar esa intervención. Estaba dormido. Cuando desperté usted ya había terminado y se encontraba arrodillado ante el crucifijo. Pasados los efectos de la anestesia, el mono empezó a mover los dedos y luego los pies. E incluso se incorporó.

—¡Porrrr..finn! —acerté a articular.

—Necesitaba un cuerpo vivo, ¿lo entiende?, ¡un cuerpo sano y vivo! —Me gritaba hasta dejarme sordo—. He trasplantado la cabeza mientras mantenía con vida el anterior cuerpo.

— ¿Dón…de estaaa mi cuerrr…po? —le reclamé.

— ¿Entiende lo que le digo?, se necesita un cuerpo sano y vivo.

—Quier….ro…mi cuerrr…po.

— ¡¿Es que no me escucha?! —Me gritó—-. Le estoy diciendo que es imposible… ¡No puedo conseguirlo!, ¡Por Dios!, ¡Tendría que matar a alguien!

—Hágaa…..looo

Recuerdo el horror que reflejaron sus ojos. Parecían haber visto al mismísimo demonio devorando al niño Jesús. Se tapó la cara. Dio lentamente la vuelta y, tras meter a Tarzán en la jaula, se santiguó ante la cruz. Después cogió un espejo. ¿Tenía que hacerlo hijo de puta? Tenía que mostrarme el monstruo que era. Quería convencerme de que ya no era hijo de Dios. ¿O acaso quería convencerse usted?

—No puedo hacerlo… ¿Recuerda cuando me preguntó hasta dónde estaría dispuesto a llegar por el éxito de mis investigaciones? —Se detuvo y tragó saliva—. Mi límite es matar, no pienso llegar a eso.

—Me…prooo…metio…cuerrrpo

— ¡Maldita sea!, ¿Acaso no me escucha?, ¡De verdad cree que voy a matar a alguien para dar un cuerpo a esto! —.Y entonces puso el espejo ante mí.

A pesar de mi pobre visión tras tanto tiempo de oscuridad, pude distinguir una masa deforme más o menos circular. Cada lado de la cara era asimétrico. Las arrugas se confundían con el escaso pelo blanco que se deslizaba por mis sienes. Los ojos parecían inyectados en sangre y alrededor suyo se habían formado bolsas moradas. Llagas rojas se acumulaban alrededor de una boca desdentada y unos labios negros.

—Pobre desgraciado, ¿quién merece esta existencia? —Me dijo apartando el espejo—. Mire…sería muy sencillo…sólo tengo que verter una sustancia en el depósito de sangre y no sentirá nada

—No qui…ero morr…ir—logré decir casi sin aire—. Mie…ntras ten….ga…mosss conscie….nc…ia sere…mos hu….ma…nos.

Por primera, y última vez, lo vi llorar. Se levantó de la silla y antes de salir del sótano descolgó el crucifijo de la pared.

Son las ocho y diez. Me da igual que me haya abandonado. Sigo vivo. Alguien bajará a buscarme. Tengo tiempo. Mientras esté conectado a esta máquina tengo todo el tiempo del mundo. No me importa ni la peste de los monos cuando mueran de hambre y su cuerpo se descomponga. Casi disfruto con las pirañas que me hacen sentir vivo. Cuando salga de este agujero le encontraré doctor, y juro por Dios que le haré pagar por cada minuto que he estado en este cuchitril. Sólo me preocupa que la cámara frigorífica sigue apagada y no sé desde cuándo.

Son las ocho y cuarto. ¡Por el amor de Dios, Doctor White!, ¡Tenga piedad! Estoy asustado, ¡Tengo muchísimo miedo! He dejado de escuchar el zumbido de la batería y una luz roja parpadeante está iluminando el sótano. Temo que esa luz provenga de la batería. Eso significaría que… Doctor por lo que más quiera, ¡ayúdeme! Tengo que gritar, avisarle, ¿tendré aire?:

—¡Docc..ttorr…Whi…te!.....¿dón….desstáa?

 

Comentarios

Os subo este relato.

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Os subo este relato. Narrativamente es el más complicado de los que he escrito. Por lo menos el que mas me ha costado hasta que me ha parecido aceptable. Me interesa saber qué opinais.

Un saludo

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DavidRubio

Excelente. El texto sumerge

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Excelente. El texto sumerge al lector en el delirio desde el primer párrafo.

Vale, ya habrá tiempo para hacer algunos ajustes, pero el suspenso es de lo mejor. Muestras muy bien el clima: los arranques de ira y de temor, la sensación de claustrofobia.

A-co-jo-nan-te.

Te felicito.

Saludos

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Gracias Oscar, espero los

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Gracias Oscar. Quise reflejar todos los estados de ánimo posibles, ira, resignación, aceptación, negación. Cambios de estado que cambian cada poco, para ello remarco el reloj. A nivel narrativo opté por el flashback, intercalando presente y pasado, tratando de no dejar ningún cabo suelto, me costó bastante.

Me has quitado un peso de encima porque cuando lo subí a Falsaria creo que solo lo leyeron y votaron Fanathur y mi querida 1000Luna, y me parece que es un buen relato.

Quedo a la espera de los ajustes.

saludos

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DavidRubio

David, en internet —salvo

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David, en internet —salvo honrosas excepciones— nadie lee más de una pantalla. Si el texto tiene más extensión, la mayoría opta por cambiar de tema. Supongo que es una consecuencia de los mensajes de texto.

Aquí se nota el trabajo que has hecho y cómo has llevado el hilo narrativo.

Esta tarde le doy una ojeada más a fondo.

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Me has mantenido pegada a la

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Me has mantenido pegada a la pantalla de principio a fin. La sucesión de estados anímicos en ese monólogo de la cabeza "pensante", las dudas existenciales del Dr., la razón frente a las creencias, la locura.

Un trabajo excelente y un auténtico relato de terror.

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Geli

Gracias Geli, lo más

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Gracias Geli, lo más terrorífico es que el Dr. White existió realmente. Fue un doctor que en los años 60 experimentó el trasplante de cabeza en monos. La máquina de perfusión fue uno de sus inventos.

Un abrazo

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DavidRubio

(Sin asunto)

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Asustado

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Miguel

Sip, y los rusos implantaron

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Sip, y los rusos implantaron cabezas de perro.. en perros. Perros con dos cabezas. Una asquerosidad de experimentos, pero que se llevaron a cabo por prestigiosos cientísficos.

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Sabía que valdría la pena

Sabía que valdría la pena leerlo, David. Es una historia que sumerge al lector en el personaje. Terrorífico, intrigante, envolvente. La cabeza viviente realmente está loca y sabes reflejar muy bien todos los estados de ánimo que atravieza mientras está delirando. 

Estupendo relato, un abrazo y mi admiración.

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Ana María.

También me da mucho miedo esa

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También me da mucho miedo esa dualidad entre la ciencia y la religión. El científico con el crucifijo. ¡Uf!

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Geli