Un billete para el Paraíso

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Un espeso humo negro cubría el barranco; en él se reflejaban los destellos rojos, azules y naranjas de los coches de emergencias. La noche era cerrada cuando los bomberos consiguieron apagar las llamas que calcinaron el turismo. Por el talud descendían los agentes de policía y el personal sanitario; las luces de sus linternas se asemejaban a un baile de luciérnagas.

—¡Qué asco! —se oyó decir al agente que sujetaba un cráneo cuya carne carbonizada se desgajaba.

Uno de los policías extendió una sábana blanca en el suelo: sobre ella, conforme aparecían, se depositaban los restos humanos para ser inspeccionados por el forense.

—¡Muchachos!, ¡quiero la puta matrícula ya! —gritó el sargento a los agentes.

Cuando por fin apareció la placa, llamó a las oficinas centrales para confirmar la titularidad del vehículo. Tras un instante de espera, le informaron de que se trataba del automóvil robado con el que huyeron, esa mañana, los atracadores de la sucursal bancaria. Se habían llevado a un rehén.

—Repíteme su nombre —contestó mientras observaba cómo el forense guardaba, en una bolsa de plástico, los cinco dientes que se habían desprendido del maxilar.

Al colgar comprobó que casi se había completado el macabro puzzle: sólo faltaba el muslo izquierdo y el antebrazo derecho.

—¿Ha descubierto algo? —le preguntó al forense.

—Ya era un cadáver antes de las llamas: he visto un agujero de bala en el pecho. También sabemos que estaba casado —le respondió mostrando un anillo de boda.

—Doctor, en este coche viajaban tres atracadores y un rehén. ¿Podemos identificar a este desgraciado?

—Aunque tendremos que confirmarlo mediante el ADN de los dientes, creo que este desgraciado tiene nombre —le dijo mientras le entregaba una cartera.

El sargento la abrió con sumo cuidado. Extrajo un permiso de conducir con los bordes quemados.

—Francisco Ibáñez —leyó—. ¡Maldita sea! Es el rehén.

 

 

Como cada lunes, acudió a la Administración de loterías. Vestía un traje caro, hasta cuando iba informal, el valor de lo que llevaba puesto rara vez bajaba de los seis mil euros.

—¡Hola Paco! ¿Otros cincuenta euros de esperanza? —le saludó el dependiente del establecimiento tras la mampara de cristal reforzado.

—Eres todo un poeta de la suerte, Luis.

Francisco Ibáñez cogió un taco de boletos del mostrador. Sacó la Montblanc que le regaló Don Andrés, su suegro, el día de su boda con Mercedes. Fue durante el banquete nupcial, en privado. Al entregársela, lo miró con severidad y le espetó: “No te confundas. Sé que estás con mi hija por mi dinero”.  

Y tenía razón.

Tras rellenar la apuesta, sonó su teléfono móvil. Era Sonia. Paco resopló mientras se acercaba el aparato al oído.

—Dime —contestó con un tono seco y agrio.

—Me siento muy mal —dijo con voz entrecortada—. Ayer estaba muy nerviosa. ¡Sabes que sólo quiero que estemos juntos!

—Sí, ya me he dado cuenta, ¡Coff!

—Hablarás hoy con tu mujer, ¿verdad?

—No.

—¿Mañana?

—No.

—¿Cuándo se lo dirás?, ¡tienes que hacerlo pronto! ¡No puedo pasar por esto yo sola!

—Lo haré… ¡Coff!... cuando lo crea oportuno.

—¡Te gusta hacerme sufrir!... ¡Egoísta!

—¿Egoísta?... ¿Quién ha dejado de tomarse la maldita pastilla? ¿Quién ha decidido quedarse embarazada? ¿Quién! ¡Coff! ¡Coff! ¡Coff!

No esperó a escuchar la respuesta. Con rabia lanzó el teléfono contra el suelo. Se partió en dos. Tras un breve instante se atusó el pelo tratando de recomponer su compostura. Recogió los trozos y los arrojó a una papelera.

Luís le miraba tras el cristal de seguridad: Paco, el ricachón ilusionado en un premio de la lotería, siempre le sorprendía.

—Parece que el sistema anti-rotura de estos móviles no es tan eficaz como dicen —comentó a Luis mientras le pasaba cincuenta euros a través de la bandeja.

—Sí, son una mierda.

—Mi mujer dice que jugar a la lotería es de pobres. —Paco recogió los boletos sellados.

—¿Pobres en qué?… Toma: tu billete al Paraíso.

—¡Ja, ja, ja! Gracias, Luis ¡Coff! ¡Coff!

—Por cierto, ¿has ido al médico? Esa tos suena mal.

—Sí, ya he ido.

Antes de abandonar el establecimiento guardó su apuesta en la cartera, justo en el mismo compartimento donde se encontraba el cartoncito con la fecha de la biopsia que debían practicarle el jueves de esa semana.

 

—No estoy de acuerdo con llevar postizos —dijo Eme antes de llevarse la jarra de cerveza a la boca. Tras echar el trago continuó—. He visto en la tele que la poli tiene ordenadores que te los borran.

—Eme, ya has oído a Hache —le recriminó Jota.

Hache rebañó con la última patata la salsa brava del plato. Hacía una agradable brisa. Era miércoles y la terraza de aquel restaurante se encontraba vacía. Cuando apuró su jarra, repasó el plan del atraco que cometerían el viernes siguiente, a las dos y media de la tarde.

—O sea, nos metemos allí, sacamos las pipas y nos llevamos la pasta. ¡Qué novedad Mr. CSI! —Eme eructó después de hablar.

Hache no le prestó la menor atención.

—Me preocupa la salida. La autopista está lejos, si llaman rápido a la policía nos podrán cortar el paso antes de llegar —repuso Jota.

—No te preocupes, te aseguro que no lo harán. Antes de irnos les quitaremos sus carnets de identidad y nos llevaremos a un rehén. Les diremos que se estén quietecitos hasta que nosotros les llamemos. ¿Habéis dejado ya el coche en el descampado, verdad?

 

Francisco Ibáñez esperaba, recostado en la camilla, la llegada del equipo médico. La liviana bata de color verde apenas le alcanzaba a cubrir la espalda. Eran las cinco de la tarde del jueves señalado.

El silencio permitió que todos los tormentos que amenazaban su vida inundaran su cabeza. ¿Cómo evitar el divorcio? Todavía no le había dicho nada del tumor a Mercedes. ¿Podría servirle como parapeto para cuando le contara su historia con Sonia? Tal vez podría sacar partido de los infumables cursos de armonía espiritual para ricas aburridas a los que era tan asidua.

Empezó a toser, no llevaba el pañuelo y usó su mano. Al retirarla observó los puntos de sangre. Sintió escalofríos.

La puerta se abrió. Entró el cirujano, el anestesista y la enfermera.

—No se preocupe —dijo el especialista—. En un par de horas habremos terminado. Los resultados los tendremos en una semana.

—Doctor, ¿si fuera maligno cuánto tiempo me quedaría?  

—No adelantemos acontecimientos.  

—Respóndame, ¿cuánto? Cada día respiro peor. ¡Coff!

—Le quedaría, a lo sumo, un año.

 

El taxi llegó sobre las diez de la noche a la lujosa mansión situada en la zona alta de la ciudad.

—¡Menuda choza! —exclamó el taxista mirando a través de la ventanilla con curiosidad.

—Sí, es bonita —comentó mientras sacaba un billete de cincuenta euros—. Quédese con el cambio.

— ¡Gracias, hombre! ¡Me alegro de que la vida le sonría!

Paco bajó del coche sin contestar. Notó que la herida empezaba a dolerle.  Se dirigió al panel de la puerta y apoyó su dedo índice en el identificador de huellas digitales. La sofisticada cancela se abrió.

Andaba despacio por la avenida del jardín que rodeaba la mansión. Contempló su elegante arquitectura, la piscina... No podía renunciar a eso. La vida de lujo no solo le gustaba: la necesitaba.

Al entrar le recibió Caterina, la criada. Era menuda y con su sensualidad caducada. Vestía el clásico traje: delantal blanco con chorreras sobre el vestido negro y el lazo Katyusha en su pelo. Le recogió la americana. Del salón llegó la estridente voz de Mercedes:

—¡Paco!, ¡Papi ha venido de visita!

Don Andrés, se encontraba sentado en el sillón, con los pies apoyados en un puf y una copa de coñac en la mano.

—Hola querido yerno, ¿cómo va todo? —dijo su suegro sin levantarse de su asiento.

—Normal, sin problemas.

—Magnífico.

Mercedes se disculpó; durante todo el día se había reordenado el aura y se encontraba terriblemente cansada. Dio un beso en la frente a su papi y otro a Paco, en el mismo lugar.

 —Por cierto, te ha llamado una tal Sonia un par de veces. Caterina le ha preguntado el motivo pero no quiso dejar ningún mensaje.

—Gra… gracias, Mercedes.

El padre y el marido se quedaron en silencio.

—¿Y bien?, ¿algo que tengas que contarme?

—No.

—¿No?

—No.

A lo lejos se escuchaban los gritos de Mercedes; recriminaba a Caterina que le hubiera servido un té de esencia de rosas tibetanas, cuando los jueves debía tomarse té Matcha.

—Esa Sonia… ¿no será Sonia Buendía, la directora de Marketing? —preguntó su suegro mientras pasaba el dedo por los bordes de la copa.

—Podría ser. El consejo ha dado luz verde a una nueva línea de productos. La llamaré mañana. ¡Coff!

—Es guapa esa mujer.

—Sí, normal.

—No, no es normal, es una hembra de campeonato y además soltera.

—No lo sabía.

—¿No lo sabías? —Don Andrés se acabó de un trago su coñac—. Escúchame, sé que te ves con ella. Tengo fotos. Tranquilo mi hija no lo sabe, por eso no estás buscando cama en un albergue.

—¿Me investigas? ¡Coff!

—¿Recuerdas quién es el dueño de todo lo que disfrutas, verdad? —Don Andrés hablaba tranquilo, no le hacía falta elevar la voz para ser amenazante—. Nunca me gustaste, pero, hasta ahora, te has portado bien, espero que eso no cambie. ¿Lo entiendes, verdad?

—Lo entiendo.

—Bien, siempre has sabido lo que te conviene. Por cierto, ¿hay suerte con las loterías? —Una sonrisa se dibujaba en el rostro de su suegro conforme terminaba la frase.

—No.

 —Eso es porque la suerte es para quien se la merece. Y hablando de merecer: ¿Has ido hoy al médico para tratar tu esterilidad? Creo que merezco algún nieto.

Paco suspiró aliviado. La omnipresencia de su suegro no era ilimitada.

  

Se despertó tarde esa mañana de viernes. Antes de salir de casa abrió la puerta de la habitación de Mercedes. Dormía. ¿Tendría el valor para contárselo hoy?

De camino a la sede de la empresa entró en un bar. Esa mañana no había desayunado y era casi la una del mediodía. Al sentarse en el taburete de la barra vio en los expositores un delicioso surtido de bollería industrial. Su esposa no le dejaba probarlos. “Tienen grasas y suben el colesterol”, le decía.

—Quiero un café y tres donuts —pidió Paco.

El costado le dolía con más intensidad que la noche anterior. Cogió el arrugado periódico que el bar ofrecía a sus clientes. Empezó por las últimas páginas, como lo hacía siempre, y sacó el boleto de su cartera.

—¡Que tenga suerte, amigo! —le dijo el camarero que se acercó con el café y un platillo con tres donuts.

 Cuando llegó a la sección de loterías sacó su Montblanc. Siempre rodeaba con un círculo los números acertados, y eso hizo con el dos; después sobre el diez, luego el quince, el veinticinco y el cuarenta. Finalmente, marcó los números estrellas: el uno y el nueve. En total hizo siete circulitos. El corazón se le aceleró y sus ojos se quedaron secos por la falta de parpadeos. Comprobó hasta en tres ocasiones los resultados y fue entonces cuando buscó la tabla de premios: “premio 1ª categoría: 20.000.000 €”.

—¿Hubo suerte amigo? —preguntó el camarero de camino a la caja registradora.

—¿Qué? No, lo normal, ¡Coff! ¡Coff! —contestó tapando con su mano el boleto.

—Como se dice: “que por lo menos tengamos salud”. Por cierto, ¿ha ido al médico?, esa tos no tiene buena pinta.

Un pálpito le nubló su mente y ya no le quedó la menor duda de que el tumor sería maligno.

Salió del bar y llamó a un taxi. Tenía que abrir una cuenta bancaria. Eran casi las dos y media pero seguro que, por veinte millones de euros, el banco haría horas extras.

 

—¿Es necesario que me claves el cañón en las costillas? —dijo Paco.

—¿Te vas a poner chulito? —le respondió Eme apretando aún más la pistola en su costado.

—¡Relajaos los dos! —intervino Jota sin apartar las manos del volante—. Amigo, ya falta poco.

Hache, sentado en el asiento de copiloto, los miraba a través del retrovisor.

Paco se recostó en el asiento. Jota se equivocaba. No había ninguna inquietud en su cuerpo; pese a sus manos atadas y la pistola que le apuntaba, disfrutaba de una tranquilidad desconocida en mucho tiempo.

Salieron de la autopista y, apenas un kilómetro después, tomaron un desvío. Sus captores escudriñaban a través de la ventanilla, y en silencio, los alrededores. El vehículo redujo su marcha al llegar a una explanada donde se distinguía un coche blanco entre unos matorrales.

—Ya hemos llegado, bajad —ordenó Jota tras accionar el freno—. Amigo, pronto volverás a casa.

—No quiero volver a casa. Os pagaré un millón de euros si conseguís simular mi muerte.

—¡Ja, ja, ja! —Rió Eme.

—¿Por qué querrías eso? —preguntó Jota.

—¿Has dicho… un millón de euros? —Se interesó Hache arqueando las cejas.

—¿Podéis hacerlo? —continuó impasible Paco.

—Podría hacerse —respondió lacónicamente Hache—. Pero antes, explícame, ¿por qué alguien con ese dinero querría “morir”?

—A los desaparecidos se les busca, a los muertos se les olvida en el cementerio.

—¡Joder, dejemos de hablar y hagámoslo! Con eso podríamos retirarnos —exclamó Eme—. ¿Qué hemos sacado hoy? ¿Doce mil asquerosos euros? Sólo haría falta enviar un anónimo a la policía. El tipo nos da la pasta, llamamos al “papeles” y salimos del país.

—¡Cállate Eme! —dijo Hache—. Amigo, tu Rolex de oro me confirma que podrías tener la pasta. Pero no suelo aceptar la primera propuesta de alguien con dinero y desesperado.

—¿Cuánto has pensado?

—Por un atraco, breve secuestro, nos podrían caer siete u ocho años pero ¿sabes la condena que nos podría caer por asesinato?… Queremos seis millones de euros.

Paco trató de mostrarse preocupado por el precio: Dejó transcurrir un minuto hasta que aceptó.

Hache en un rápido movimiento sacó su pistola del bolsillo y disparó. Un olor asfixiante a pólvora llenó el interior del coche. Eme, con los ojos abiertos, tocó el agujero en su pecho y vio la sangre en su mano antes de morir.

—Hache, ¿te has vuelto loco? —gritó Jota abriendo la ventanilla.

—Apreciaba a Eme —explicó sereno Hache—. Nunca le hubiera disparado por menos de seis millones de euros. No basta con un anónimo y una desaparición: la policía necesita un cuerpo y él se parecía más a nuestro socio que tú.

Salieron del coche y Jota cortó las ataduras de Paco.

Una vez libre, mientras sus captores trasteaban en el maletero, extrajo con disimulo el boleto de su cartera y se lo guardó en el bolsillo. Miró a través de la ventanilla el cadáver de Eme. Abrió la puerta y dejó su cartera. Después se quitó el anillo de boda y lo encajó en el dedo anular del fiambre.

—Veo que aprendes rápido —dijo Hache con unas tenazas en la mano.

—¿Para qué las quieres?

—¿Tu dentista es bueno? Tómatelo como el último sacrificio antes de vivir en el Paraíso.

Paco se preguntó cuánto estaría allí antes de que el infierno se convirtiera en su residencia permanente.

Comentarios

Os presento la revisión del

Imagen de DavidRubio

Os presento la revisión del relato "Paco Ibañez está muerto". Son tantos los cambios que me he tomado la libertad de publicarlo como nueva Solución por si quereis compararlo con el anterior. Si es una libertad excesiva ¡Miguel manda al olvido el anterior!

Saludos

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DavidRubio

Sólo por el trabajo que te

Imagen de miguel

Sólo por el trabajo que te has tomado en la revisión: Aplauso

Has hecho muy bien al publicarlo como un texto independiente del anterior. El sistema de revisiones se habría vuelto loco al intentar comparar las dos versiones K.O..

Paso al taller...

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Miguel